Julia Herrán, mi tía, era una persona enjuta y empecinada. Dura discutidora, a esta mujer que, a juzgar por las fotos de su juventud, había sido muy guapa, nada la achantaba… excepto las tormentas. Cuando, al final del verano, aparecían las nubes negras y comenzaba a tronar, se metía en la cama y empezaba a recitar una interminable retahíla de jaculatorias dirigidas a Santa Bárbara.
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