Obedeció el indio y, con lo obtenido, no sólo remedió su hambre y la de los suyos, sino que pudo comprar alguna hacienda que luego prosperó, y cuando su situación fue holgada, años después, pensó que debía restituir al legítimo dueño aquella joya que de tanto provecho le había sido. La desempeñó y en una hermosa mañana estival volvió con ella en busca del padrecito, a quien halló en el mismo sitio del primer encuentro, aunque mucho más viejo y, de ser ello posible, más pobre.
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