-¡Buenos días! Era el viejo Coleridge, Matthew Coleridge, que veinte años antes se llamara Kolerits Mátyás, y era el único húngaro que, fuera de mí, había en Honolulú. Poseía una estación de reparación de automóviles, próxima al palacio real de Kamehameha. Meses antes solíamos encontrarnos y conversar a menudo. Caminó derecho hacia mí; la […]
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