La pregunta es: ¿puede un autor conseguir un producto –en términos filológicos– acabado? Pues efectivamente es posible. No tiene más que detectar y subsanar errores de puntuación, erratas, incongruencias conceptuales, faltas de ortografía, redundancias, frases excesivamente largas, diálogos desorganizados, entrecomillados fallidos, expresiones contaminadas por el coloquialismo, etcétera. Más: la persona que corrige el manuscrito debe saber que las Versalitas no son palacios de la realeza francesa sino un tipo de letra, que Eufemismo no es un nombre propio, que un pleonasmo (DRAE: “Demasía o redundancia viciosa de palabras”) no una enfermedad coronaria o que la metátesis (DRAE: “Cambio de lugar de algún sonido en un vocablo; p. ej., en perlado por prelado”) no es un cáncer en grado invasivo.
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